Ficha de la obra

Título: Octavio y el hijo de la sombra.

Escrito: En 2003

Publicado: No.

Comentarios: Esta es la primera entrega de lo que iba a ser una nueva saga. Escribí el primer libro y lo envié a la editorial SM junto con la primera parte de Memorias de Idhún. Les gustó mucho más Idhún, de modo que ese fue el proyecto en el que me centré. Me tuvo ocupada durante los años siguientes, y cuando lo acabé tenía otras muchas historias en la cabeza. Así que este libro se quedó en un cajón porque, aunque la trama de este primer libro está cerrada, tiene un final abierto porque hay una historia general que debía desarrollarse en entregas posteriores. Otra curiosidad: con 21 años escribí una novela titulada Los hijos del sol negro, que era otra versión de la historia de Octavio, y que tampoco llegó a publicarse. Ahí sí que estaba toda la trama desarrollada, pero muy mal desarrollada, para ser sincera :D. Me gusta más el enfoque de Octavio y el hijo de la sombra, aunque no llegara a continuar la saga.

Capítulo 5: El accidente

—Buenos días —dijo el recién llegado—. Me llamo César, y soy vuestro nuevo profesor de sociales.

Nadie dijo nada, pero veinticuatro pares de ojos se clavaron en él y lo observaron evaluadoramente.

Era joven, alto, atlético, con una sonrisa encantadora y un brillo amistoso en los ojos. Se oyó un suspiro sofocado procedente de alguna de las chicas del fondo. Todos se rieron, y la chica en cuestión se puso colorada como un tomate.

—Me alegro de ser de su agrado, señorita —dijo César con una graciosa reverencia—. Espero que como profesor pueda estar a la altura —añadió, repentinamente serio—. Sé que nadie podrá sustituir a Valentín. Sin embargo, haré lo posible por no decepcionaros.

Sobrevino un silencio incrédulo. Ningún profesor les había hablado nunca así, como si fueran personas mayores en lugar de niños ruidosos y molestos.

César les pidió que le dijeran por dónde se habían quedado con el anterior profesor. Octavio había notado al entrar que había dejado el libro abierto sobre la mesa por la página correspondiente; por tanto, ya debía de estar al corriente del plan de trabajo que habían seguido hasta entonces. Sin embargo, escuchó las explicaciones de los alumnos de 1ºF con interés, asintiendo de vez en cuando y hasta tomando notas.

La clase comenzó casi enseguida, y superó todas las expectativas de los niños, que se sentían cada vez más a gusto. El nuevo profesor no se comportaba exactamente como un profesor, sino como un amigo para quien cada uno de ellos era importante y especial. Ni siquiera los graciosillos del grupo, aquellos que siempre tenían que dar la nota en cualquier situación, se sentían tentados de estropear aquella clase.

—Me cae bien el colega —comentó Dani a la salida.

Octavio frunció el ceño.

—¿Qué? —preguntó su amigo.

—No sé. Parece buen tío y tal, pero…

—¿Le has leído la mente? ¡A lo mejor es un psicópata!

Octavio lo miró, pensando que bromeaba, pero la expresión de Dani era seria y solemne.

—Qué burradas dices, Dani —sonrió.

Pero no volvió a comentar nada más sobre el nuevo profesor.

En las semanas siguientes, César se hizo el amo del lugar. Siempre estaba de buen humor, y siempre tenía tiempo para escuchar a todo el mundo. Las clases con él eran muy amenas, porque planteaba los temas de forma muy lúdica, contando muchas anécdotas y organizando trabajos en grupo que realizaban en clase.

Probablemente, Octavio era el único niño en 1ºF que no se sentía a gusto con César. El nuevo profesor tenía la costumbre de hacer participar mucho a sus alumnos, y Octavio odiaba salir a la pizarra y ser el blanco de las miradas de todos sus compañeros. Por eso en muchas ocasiones callaba cuando César hacía alguna pregunta que sólo Octavio, que había viajado mucho, sabía responder. Cuál era el río más importante de Brasil, la capital de Suiza o la principal cadena montañosa de Italia… eran cuestiones que surgían a lo largo de las clases, y que César planteaba como una especie de juego o concurso, en el que Octavio, que había navegado por el Amazonas, que había paseado por las calles de Berna y que había contemplado las cumbres de los Apeninos, podría haber obtenido la máxima puntuación. Pero prefería seguir en el anonimato. En algunos de sus anteriores colegios le habían llamado empollón o pelota, o lo habían envidiado abiertamente. Ahora pocos sabían que sacaba casi todo sobresalientes. E incluso en los controles y exámenes no ponía una palabra más de lo que decía el libro, aunque él mismo supiera muchas otras cosas sobre el tema en cuestión.

—Con lo que podrías fardar —suspiraba Dani— y te quedas siempre callado como un muerto. Creo que ya sé qué poder querrías tener.

—¿Cuál?

—El de hacerte invisible.

Octavio rió y, medio en broma, le dio la razón.

Sin embargo, con Valentín sí había participado en las clases, de vez en cuando. Era César, un torrente de energía y expresividad, quien lo abrumaba y lo llevaba a encerrarse en sí mismo. El mismo César al que los chicos admiraban y las chicas espiaban disimuladamente por los pasillos, estallando en risitas cómplices o suspirando cuando creían que él no las veía. El mismo César que caía bien a todos, alumnos y profesores.

Aunque, en realidad, no a todos.

María Dolores, “el Ogro”, no lo podía ni ver, pero eso no era nada extraño para los alumnos del instituto, que consideraban que su profesora de lengua existía nada más que para aguarle la fiesta al personal.

Los dos tuvieron un par de encontronazos aquellas primeras semanas, y en uno de ellos estuvo Octavio de por medio.

Un día, al salir de clase al mediodía, César lo detuvo un momento en el pasillo.

—Octavio, me he dado cuenta de que eres el único que no ha expuesto todavía ningún trabajo en clase.

Octavio cambió el peso de una pierna a otra, incómodo.

—No me gusta hablar en público.

—Hombre, pero alguna vez tendrás que hacerlo, para aprender…

—Ya sé hacer exposiciones y eso, y me sale bastante bien —cortó Octavio—. Es que simplemente no me gusta.

—Sube puntos en la nota de la evaluación, ¿lo sabías?

—Sí —respondió Octavio—, pero es que mi nota ya no puede subir más.

César tuvo que reconocer que tenía razón.

—Dijiste que no era obligatorio hacer exposiciones —le recordó Octavio.

No era obligatorio, pero a todo el mundo le gustaba hacerlas, por lo menos con César, que se las arreglaba para que todos quedasen bien delante de toda la clase, y para convertir en un juego cualquier trabajo que les encargaba.

—No, es verdad —concedió César—, pero, si intentaras…

—Villalba, aparta eso del pasillo —chirrió una voz conocida.

Octavio se apresuró a retirar su mochila del camino del Ogro.

—¿No tienes sentido común o qué? —continuó la profesora de lengua—. ¡Cualquiera podría tropezar con ese trasto! A propósito, tengo que hablar contigo sobre tu última redacción. Espantosamente mediocre, diría yo.

Octavio enrojeció. Se le daba bien memorizar y resolver problemas matemáticos, pero era completamente incapaz de redactar nada original.

—Dije un folio por las dos caras, no cara y media con letra enorme y márgenes de diez centímetros, Villalba.

—Lo-lo siento —murmuró Octavio, cada vez más avergonzado.

—Acompáñame a la sala de profesores y hablaremos sobre el tema.

—Si no te molesta, María Dolores —dijo César, con una sonrisa forzada—, Octavio y yo estábamos terminando de hablar sobre una cuestión…

—…que supongo que puede esperar —cortó el Ogro fríamente—. Al fin y al cabo, me han dicho que todos los alumnos van muy bien en tu asignatura. En lengua, Villalba es más bien mediocre, así que imagino que no te importará hablar con él de… sociales, o lo que sea… en otro momento.

—Sí me importa, María Dolores. Por una cuestión de educación, creo que deberías esperar tu turno.

Ella lo miró como si fuera un piojo.

—No me gusta que me den lecciones de comportamiento, y menos un niñato recién salido de la facultad que actúa como un guaperas de culebrón.

Octavio no sabía dónde meterse. César se había puesto pálido.

—Retira eso, por favor.

—Disculpad —intervino Dani, saliendo de no se sabía dónde—, si no os importa, me llevo a Octavio, ¿eh? Que su padre lo está esperando fuera porque tiene que ir al médico.

Ninguno de los dos le prestó atención. Estaban demasiado concentrados en su enfrentamiento personal como para darse cuenta de que eran casi las tres de la tarde y era un poco difícil concertar una cita con un médico a semejante hora.

Dani se llevó a Octavio casi a rastras.

—Vaya marrón, ¿eh? Un poco más y llegan a las manos.

—Y que lo digas —suspiró Octavio—. Gracias por rescatarme.

—De nada. ¡Oye! A lo mejor el Ogro le echa veneno a César en el café. Podríamos preguntarle al novio de Cris si César está en peligro de muerte inmediata.

—No digas burradas —protestó Octavio.

Había pasado ya algún tiempo desde aquella conferencia en el Centro Filosófico Argos, y ninguno de los dos había hecho gran cosa por acercarse a Pat, o a Cris. Dani sí había tratado de hablar con ella en una ocasión, pero no había sabido qué decirle. De cerca le había parecido aún más alta, más mayor y más guapa, con lo que había llegado a la conclusión de que de momento, mientras no pegase el famoso estirón, era mejor seguir adorándola de lejos.

Al novio de Cris lo volvieron a ver varias veces a la salida del instituto, siempre con su cuidada perilla y su largo abrigo negro, pero los encuentros entre él y Cris no volvieron a ser tan tensos como el primero que Dani y Octavio habían presenciado. La chica parecía más relajada, feliz y, como Octavio había observado el primer día, enamorada.

Pasaban junto al edificio de Bachillerato, en dirección a la puerta de salida, cuando Dani dijo, sombrío:

—Míralo, allí está otra vez.

Octavio siguió la dirección de su mirada y vio a la pareja reuniéndose en la puerta del instituto.

—¿Quién se cree que es ese…? —gruñó Dani.

—¿Quieres mirar al frente? —lo riñó Octavio, apartándolo de la pared del edificio—. ¿No te das cuenta de que esto está recién pintado?

—¿Qué? ¡Ah!, sí… —dijo Dani, echando un vistazo a la fachada.

Llevaban un par de días taponando unas grietas y repintando la pared del edificio, y habían montado allí un enorme andamio. Para no atravesar la cancha de baloncesto, donde estaban Pat y sus amigos jugando un partido, los dos amigos habían tenido que pasar por debajo del andamio, el único espacio libre entre la pista y la fachada pintada.

Cuando dejaron detrás el andamio y el edificio de bachillerato, Dani volvió a mirar a la puerta, donde seguían Cris y su novio.

Y, en aquel mismo momento, Octavio sintió algo terrible, algo grave, que le hizo volver la cabeza hacia atrás.

—Cómo odio a ese tío —estaba diciendo Dani; pero Octavio no lo escuchaba.

Justo junto a ellos, en la cancha de baloncesto, Pat corría botando el balón, pero se había girado para mirar a su hermana y al novio de ésta, igual que estaba haciendo Dani.

Octavio se dio cuenta de lo que iba a pasar como si lo hubiese vivido ya, y echó a correr hacia Pat.

Todo sucedió muy deprisa. Ella volvió a mirar al frente justo a tiempo de darse cuenta de lo cerca que estaba de la pared, y trató de frenarse, pero sus pies se enredaron con el balón, chocó con violencia contra uno de los palos que sostenían el andamiaje, y se lo llevó por delante.

El andamio cayó con estrépito sobre Pat, justo cuando Octavio llegaba hasta ella. Un enorme y pesado cubo de pintura se precipitó desde lo alto, sobre ellos. Pat chilló. Octavio trató de apartarla de un empujón, pero no lo consiguió, perdió el equilibrio y cayó de bruces al suelo. Lo último que vio antes de cerrar los ojos y protegerse instintivamente la cabeza con los brazos fue el bidón cayendo sobre ellos…

Después, gente que gritaba y la sensación de algo pesado cayendo sobre su cuerpo. Se despejó cuando apartaban el tablón de madera que había caído sobre él. Se sintió mejor, aunque no era muy pesado y apenas le había hecho daño al caer sobre él. Miró a su alrededor, algo aturdido. En torno a él había varias personas, entre ellos Dani, Cris y su novio. Un poco más allá, en un enorme charco de pintura verde, estaba el cubo. Y junto a Octavio, sentada en el suelo, se hallaba Pat, con una aparatosa herida en la cabeza, pálida y mirándolo fijamente, con los ojos muy abiertos.

—Tú… —dijo, pero no pudo añadir más. Puso los ojos en blanco y perdió el sentido.

Cris gritó y se lanzó hacia ella, para sostenerla. Miró a su novio, pero éste le puso una mano sobre el hombro, para tranquilizarla, y negó con la cabeza, sonriendo.

La expresión de Cris cambió entonces. Pareció muchísimo más aliviada, y abrazó a su hermana, llorando.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —preguntó César, que acababa de llegar.

Dani estaba ayudando a Octavio a levantarse.

—Se les ha caído el andamio encima —explicó—. Por poco no les cae el cubo en la cabeza.

César miró el cubo, que había caído tres metros más allá, y después se volvió hacia Pat, con una extraña expresión pensativa y calculadora.

—Hay que llevarla al hospital —estaba diciendo el novio de Cris.

—Borja, ¿tú crees que…?

—Probablemente no será nada, pero es mejor asegurarse.

—Yo lo haré —se ofreció César—, tengo el coche aquí cerca. —Se volvió hacia Octavio—. Deberías venir tú también.

—Yo estoy bien —dijo Octavio, aunque aún se sentía algo aturdido—. Creo que sólo me he hecho daño en las rodillas, al caer.

—Pero te ha caído el andamio encima…

—Sí, pero el tablón no era muy pesado. Quizá tenga algún moretón, pero nada grave.

César lo miró, como evaluándolo, pero finalmente pareció convencerse de que no le pasaba nada, porque asintió.

—Bien, pero vete a casa a que te curen, ¿vale?

Octavio asintió, y César se apresuró a seguir a Cris y a Borja, su novio, que llevaba a Pat en brazos hacia la salida del instituto.

Pasaron unos minutos hasta que Dani y Octavio pudieron alejarse de la escena. Algunos de los amigos de Pat la habían seguido hasta el coche de César, pero otros rodeaban a los dos amigos, preguntándoles qué había pasado exactamente.

—Pues que pasábamos por aquí y Pat se ha estrellado de cabeza contra uno de los postes del andamio y por eso se les ha caído encima —explicó Dani por enésima vez.

Octavio intuía que había habido algo más, pero tuvo que esperar a que salieran del instituto y se acomodaran en un banco del parque. Allí, Octavio se subió los bajos del pantalón y examinó sus rodillas peladas.

—Has tenido suerte de salir sólo con eso, macho —comentó Dani.

—¿Por qué? —preguntó Octavio, sacando un kleenex del paquete para mojarlo con saliva y limpiarse sus maltratadas rodillas—. ¿Qué ha pasado?

—Pues que has tenido otro de tus cuelgues, tío. Has echado a correr hacia Pat así, de repente.

—¿Ah, sí? —Octavio frunció el ceño; no lo recordaba—. ¿Y por qué?

—Pues no me he dado cuenta, pero Pat iba corriendo por la cancha como una bala y, no sé por qué, parece que ha tropezado y se ha ido de cabeza contra el andamio… pero tú ya lo sabías, porque estabas allí para apartarla.

Octavio se estremeció. Empezaba a recordar.

—Sí; ha mirado hacia otro lado, ha tropezado con el balón, se ha caído y se ha pegado contra el poste. No he podido evitar eso, todo ha pasado demasiado rápido.

—Lo mejor viene ahora —siguió explicando Dani—. Se os ha derrumbado todo encima… incluido el bidón de pintura, tío. Si os llega a caer eso en la cabeza no lo contáis.

Octavio lo miró fijamente.

—No puede ser, ha caído muy lejos de nosotros.

—Porque tú lo empujaste.

—¿Que lo empujé?

—O algo así, macho, pero salió disparado antes de tocaros. ¿Te acuerdas de lo que hiciste con aquel balón de fútbol que por poco te chafa la cara? Pues lo mismo, pero con un bidón de pintura, y con mucha más fuerza.

—Oh, no —murmuró Octavio, con una espantosa sensación de abatimiento—. ¿Lo vio alguien?

—Pues si lo han visto, nadie ha dicho nada. Pero creo que no, todo ha pasado muy deprisa. Yo sí me he dado cuenta porque estaba contigo cuando echaste a correr, y estaba mirando a ver qué hacías. Así que lo siento, Octavio, eres un héroe y sólo lo sé yo. Y no lo voy a contar a nadie, porque total, ¿para qué?, si nadie me iba a creer…

—¿Que soy un héroe? ¿Yo? ¿Por qué?

Dani lo miró fijamente.

—¿Aún no te das cuenta? Le has salvado la vida a Pat. Esa herida que tiene en la cabeza se la hizo al chocar de cabeza contra el poste del andamio, pero tú evitaste que le cayera encima aquel cubo. Con tus poderes, Octavio. Quizá no te hayas dado cuenta, pero podría haberla palmado si no llegas a estar tú. O claro —añadió de repente, pensativo—, podríais haberla palmado los dos si no llega a ser por…

—No sigas, por favor —gimió Octavio, desolado—. Esto se está descontrolando.

—¿Por qué? Si estás que te sales últimamente. Primero tienes una premonición sobre Valentín, y hoy… otra premonición y un ejemplo magnífico de telequinesis, ¡y las dos cosas en menos de cinco minutos! Es formidable, ¿no?

—Sí, qué buena noticia —murmuró Octavio, abatido—. Bueno, por lo menos Pat está bien… —recordó entonces, de pronto, que había perdido el sentido—. Aunque, ¿y si es grave el golpe que se ha dado? No me cae bien, pero tampoco me gustaría que le pasara nada malo.

—Estará bien —lo tranquilizó Dani, muy convencida—, porque el novio de Cris dijo que no se iba a morir.

—¿Dijo eso? No me enteré.

—Bueno, en realidad, no lo dijo con palabras, pero Cris lo miró y él dijo que no con la cabeza, o sea, que Pat no se va a morir.

—No entiendo nada. ¿Y cómo lo sabe? Ni que fuera médico.

—Estás un poco atontado, tú. Estamos hablando del novio de Cris, ¿te acuerdas? Ese que sabe cuándo se van a morir las personas.

—Estás sacando las cosas de quicio, Dani.

—O a lo mejor no. ¿Quieres que lo averigüemos?

—¿Cómo?

—Pues yendo a ver cómo está Pat. No puede ponerse borde contigo porque le has salvado la vida —reflexionó—, y a lo mejor hasta nos cuenta cosas del novio de su hermana… cuando esté mejor, claro. Por otra parte —añadió, súbitamente ilusionado—, seguro que Cris está con ella.

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