Ficha de la obra

Título: Octavio y el hijo de la sombra.

Escrito: En 2003

Publicado: No.

Comentarios: Esta es la primera entrega de lo que iba a ser una nueva saga. Escribí el primer libro y lo envié a la editorial SM junto con la primera parte de Memorias de Idhún. Les gustó mucho más Idhún, de modo que ese fue el proyecto en el que me centré. Me tuvo ocupada durante los años siguientes, y cuando lo acabé tenía otras muchas historias en la cabeza. Así que este libro se quedó en un cajón porque, aunque la trama de este primer libro está cerrada, tiene un final abierto porque hay una historia general que debía desarrollarse en entregas posteriores. Otra curiosidad: con 21 años escribí una novela titulada Los hijos del sol negro, que era otra versión de la historia de Octavio, y que tampoco llegó a publicarse. Ahí sí que estaba toda la trama desarrollada, pero muy mal desarrollada, para ser sincera :D. Me gusta más el enfoque de Octavio y el hijo de la sombra, aunque no llegara a continuar la saga.

Capítulo 12: Disculpas

—Pero no lo entiendo —dijo Cris—. ¿Por qué iban a pensar que Pat es una… psíquica, o algo así?

—Eeeehhh… —empezó Octavio, pero Dani acudió en su ayuda.

—Bueno, en principio tuvo mucha suerte en el accidente del andamio. Estuvo a punto de caerle el cubo encima. Si alguien estaba mirando, pudo pensar que… utilizó sus poderes mentales para evitar que eso pasara.

—Es absurdo.

—Sí, ¿verdad? —la apoyó Dani con desparpajo—. Pero esta gente está pirada, o sea, que vete tú a saber lo que pensarían…

—Luego está el hecho de que Pat se curó milagrosamente de la brecha que tenía en la cabeza —prosiguió Octavio—. Y que los tres estábamos en la conferencia, y los tres conocemos a Pat, así que es lógico que pensaran que ella era la persona con poderes psíquicos, y no sospecharan de Borja.

—Pero… eso quiere decir que nos siguieron hasta el instituto.

—Peor aún —añadió Dani, lúgubremente—, que nos espían en el instituto.

—¿Qué? —soltó Octavio.

—¡Baja la voz! —lo reprendió Cris.

Estaban en el metro, de camino a la sede del Centro Filosófico Argos. No había mucha gente en el vagón pero, por si acaso, más valía hablar de aquellos temas en voz baja.

—Que sí, tíos, que hay alguien de Argos infiltrado en el insti —insistió Dani—. Si no, ¿cómo saben tantas cosas de nosotros? ¿Eh?

—Dani, tenías razón, estás complemantente paranoico —protestó Octavio, incómodo; una cosa era ver conspiraciones por todas partes cuando estaban ellos dos solos y otra, muy distinta, compartirlas con alguien como Cris.

—Y apuesto lo que queráis a que es el Ogro —prosiguió Dani, sin hacerle caso—. Ha estado vigilando a Octavio y a Pat desde el primer día.

—Pero el primer día aún no habíamos ido a la conferencia —argumentó Octavio, con toda lógica.

—Yo sigo sin entender una cosa —dijo Cris, pensativa—. ¿Quién os enviaría esa carta? ¿Y por qué a vosotros? Si es verdad que los de Argos secuestraron a mi hermana, ¿por qué no nos lo han dicho a nosotros?

Dani abrió la boca para poner otra de sus excusas traídas por los pelos, pero miró a Cris y se lo pensó mejor.

—No lo sabemos —confesó al final.

Octavio echó un nuevo vistazo al misterioso anónimo. Aquel símbolo en espiral que aparecía en el remite lo atraía y confundía al mismo tiempo.

Finalmente llegaron al barrio donde estaba el Centro Filosófico Argos. No tenían muy claro qué era lo que iban a hacer, pero era la única pista que tenían y no querían dejarla escapar.

No se acercaron demasiado al edificio. Se quedaron contemplándolo desde detrás de una esquina, deliberando sobre cuál iba a ser su próximo movimiento.

—No podemos entrar —susurró Cris.

—¿Y qué hacemos, entonces? ¿Esperar a que saquen a Pat de ahí?

—¡Pero podría ser peligroso!

—Mujer, no vamos a entrar y decir: “Hola, sabemos que tenéis a Pat, llevadnos hasta ella”. Hay que tener un poco más de picardía. No creo que echen a alguien que viene para interesarse por sus cursos de parapsicología, ¿no? La última vez que estuvimos nos dieron folletos y esas cosas. Seguramente lo que quieren es que la gente entre.

—Entonces puede que no tengan a Pat ahí dentro —hizo notar Octavio.

—O puede que ellos no tengan a Pat y todo esto sea una broma —replicó Cris, empezando a enfadarse.

—Tengo una idea. Yo entraré y veré qué puedo encontrar.

—¿Qué? ¡Estás loco! ¿Y si te pasa algo?

Octavio no los escuchaba. Se había quedado mirando la puerta del edificio de Argos, recordando a aquel individuo siniestro que lo había mirado fijamente la tarde de la conferencia. Ahora, de día, aquella fachada ya no parecía tan sombría, pero él se sentía inquieto de todas maneras.

Se fijó entonces en un coche aparcado en la puerta. Era un Ford Fiesta rojo, nada fuera de lo común, pero, por alguna razón, a Octavio le resultó familiar.

—He visto antes ese coche —dijo, casi sin pensar.

—¿Cuál?

—El rojo. Es absurdo, ¿verdad? Debe de haber cientos de coches rojos como ese en toda la ciudad y, sin embargo, tengo la sensación…

Calló, de pronto. Aquello era tan absurdo que no valía la pena continuar.

Por una vez, Dani no concedió importancia a la intuición de Octavio. Estaba demasiado ocupado tratando de convencer a Cris de que aceptara su plan.

—Si en media hora no he salido, llamáis a la poli y en paz. Cris, tú tienes móvil, ¿no? Pues ya está.

—Pero…

No llegó a terminar la frase. Antes de que nadie pudiera detenerlo, Dani se separó de ellos y se alejó hacia el edificio.

—¡Dani! —susurró Cris, irritada, pero sin atreverse a levantar la voz—. ¡Dani, vuelve! Octavio, ¡dile algo!

—No me va a hacer caso, diga lo que diga.

Sin embargo, se sentía tan preocupado como ella. Miró el reloj, inquieto. Deseó que no pasara media hora sin que tuvieran noticias de él.


Dani se había acercado a recepción y había plantado los codos sobre el mostrador, no sin antes recoger un folleto de encima de una de las mesas cuando la recepcionista no miraba.

Esta vez sí lo miró, y con cara de pocos amigos.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—Sí, verá, es que hace tiempo estuve en una conferencia y me dieron esto —le tendió el folleto que acababa de coger, y que había arrugado convenientemente mientras se acercaba al mostrador—. Me pareció muy interesante el tema de la parapsicología y tal, y me preguntaba si podría apuntarme a uno de los cursos.

La recepcionista miró a Dani por encima de las gafas. Ni siquiera se molestó en coger el folleto que el niño le tendía.

—¿Has visto los precios? Estos cursos son muy caros. ¿Te los van a pagar tus padres?

—Pensaba que tal vez se podía pedir algún tipo de beca —improvisó Dani.

La recepcionista lo miró con fijeza. Dani sostuvo su mirada sin pestañear, con una inocente sonrisa.

—Está bien —suspiró la mujer—. Mira, no creo que esos cursos sean apropiados para niños, pero tenemos un campamento de verano en la montaña que tal vez te interese…

Empezó a buscar entre sus papeles a la caza de la información sobre el campamento, pero Dani la detuvo:

—No, verá, lo que quiero no son actividades de ese tipo, sino información sobre los fenómenos paranormales. Telepatía y cosas así. ¿Con quién tengo que hablar?

—Organizamos conferencias y charlas de vez en cuando y…

—Sí, ya lo sé, he ido a varias. Pero necesito saber más, así que…

Dani estaba teniendo problemas para encontrar excusas que le permitiesen quedarse allí un poco más hasta que se le ocurriera alguna manera de que le dejasen explorar el edificio. Por suerte, fue la propia recepcionista la que le franqueó el paso:

—Si es sólo eso, tenemos una biblioteca en el segundo piso. Hay bastantes libros que hablan del tema que te interesa.

A Dani se le iluminó la cara.

—¿De verdad? ¿Está abierta ahora?

—Sí, pero date prisa: cierran a las seis.

Dani miró el reloj. Eran las cinco y cuarto.

—Me daré prisa —prometió—. ¡Muchas gracias!

Y salió disparado como una bala hacia el ascensor.

Por si acaso, fue primero al segundo piso para asegurarse de que encontraba la biblioteca. Pero sólo se asomó. Había un par de personas allí sentadas, leyendo. Ninguno de ellos levantó la cabeza, así que Dani desapareció de allí con tanto sigilo como pudo.

Había cinco pisos. Dani decidió comenzar su exploración por el último e ir bajando, así que subió las escaleras hasta el final.

Pero se llevó una decepción. Tanto la quinta como la cuarta planta estaban deshabitadas. Parecía como si los de Argos llevaran allí muy poco tiempo y aún no hubieran ocupado todas las dependencias. La mayoría de las habitaciones estaban vacías, y en muchas de ellas ni siquiera había bombillas.

La tercera planta estaba llena de oficinas. Octavio pasó ante ellas de puntillas. Varias personas ocupaban aquellas estancias, sentadas ante sus escritorios, trabajando en sus ordenadores, ordenando impresos o hablando por teléfono.

En la segunda planta estaba la biblioteca y varios despachos. Las puertas de los despachos estaban cerradas, a excepción de una, que estaba entornada. Dani se asomó. Dentro había un hombre trajeado hablando con otro, más joven, que sentado frente a él, de espaldas a la puerta. Dani sólo lo vio de refilón, pero se quedó a escuchar lo que decían.

—…los informes. Y no son nada favorables.

—Lo sé, y sinceramente, no lo entiendo —respondió el joven, y Dani se sobresaltó, porque había reconocido su voz. Trató de controlar los alocados latidos de su corazón y siguió escuchando—. Sé que tiene carácter y no se mostrará precisamente deseosa de colaborar, pero a estas alturas ya deberíamos haber podido evaluarla.

—A no ser, claro, que haya habido algún tipo de error en su selección.

—Lo dudo. Tenemos suficientes motivos para estar seguros de que no nos hemos equivocado.

—No es esto lo que cualquiera pensaría al ver estos resultados. Y cierra esa puerta, ¿quieres? Odio que la dejes abierta.

El joven se levantó para cerrar la puerta, y Dani se apresuró a esconderse tras una esquina. Pero regresó enseguida y apoyó la oreja en la puerta cerrada para seguir escuchando. Le llegó la voz del que parecía el jefe, en un murmullo apagado:

—Fíjate en esto. Los porcentajes están muy por debajo de la media. Es una niña normal.

—Eso, o es condenadamente lista —gruñó el hombre joven.

—¿Quieres decir que sabe cómo falsear los tests para ocultarnos sus propias capacidades? Eso es hilar muy fino, ¿no te parece?

El otro no respondió.

—Tienes una semana, ¿me entiendes? —advirtió el mayor—. Si pasado ese tiempo no me das mejores noticias, cancelaremos las pruebas de esa niña. Y eso no será bueno… ni para ti, ni para ella. ¿Ha quedado claro?

Dani oyó cómo los dos hombres se levantaban, y se apresuró a alejarse de allí. El corazón le latía con tanta fuerza que parecía que iba a salírsele del pecho. Subió las escaleras a toda velocidad y se detuvo en el descansillo del piso de ariba. Desde allí vio cómo los dos bajaban las escaleras, y pudo vislumbrar el rostro del hombre joven.

No se había equivocado.

—Si le ha pasado algo a Pat —prometió en voz baja cuando ambos se alejaron—, te juro que vas a tener noticias mías.


En la calle, Cris y Octavio seguían esperando a Dani. Sólo había pasado un cuarto de hora, pero ellos ya estaban muy nerviosos.

—No deberíamos haberle dejado entrar ahí —murmuró Octavio, comido por los remordimientos—. ¿Y si le ha pasado algo?

—Mira, sale alguien —indicó Cris.

Los dos se ocultaron tras la esquita todo lo que pudieron, pero asomaron la nariz para ver si el que salía era Dani.

No lo era. Se trataba de un hombre joven, atractivo, atlético y aparentemente muy seguro de sí mismo. Se fue directo al Ford Fiesta rojo en el que Octavio se había fijado, arrancó el coche y se alejó calle abajo.

Ni Cris ni Octavio pudieron decir nada durante unos minutos.

—No puede ser —murmuró ella entonces.

—Dani tenía razón —dijo Octavio—. No me lo puedo creer.

En aquel momento, Dani salía por la puerta del edificio. Octavio se contuvo para no correr hacia él.

—¡Dani! —exclamó en cuanto el chico llegó junto a ellos—. No te lo vas a creer. ¿Sabes de quién era el coche rojo?

—Sí —dijo Dani, sombrío—. De César, nuestro profe de sociales.

Les contó en pocas palabras lo que había averiguado. Los tres se miraron unos a otros con cara de circunstancias.

—Yo debería haber reconocido ese coche —comentó Cris—. César nos llevó en él al hospital, cuando Pat tuvo el accidente.

—Exacto, César estaba allí —asintió Dani— y lo vio todo. Y —añadió, acordándose de pronto— el otro día vio que a Pat se le había curado la herida. Le llamó bastante la atención.

—Entonces, tenías razón —murmuró Octavio—. Había alguien de Argos infiltrado en el instituto.

—Pero, ¿cómo íbamos a sospechar de él? —dijo Cris—. Es tan… —No pudo terminar la frase; se ruborizó.

—Debería haber sido el primero en la lista de sospechosos —declaró Dani—. Al fin y al cabo, entró en el insti cuando ya había empezado el curso…

—… y justo después de que nosotros fuéramos a esa conferencia —apuntó Octavio, soprendido—. Pero, ¿quieres decir que entró en el instituto por m… por Pat? —se corrigió, justo a tiempo—. Es demasiada casualidad, ¿no? Quiero decir, que qué suerte tuvo de que quedara libre el puesto de Valentín…

—Exacto —reiteró Dani—. Fue mucha casualidad.

Reinó un silencio sorprendido.

—No, Dani, eso sí que no —protestó Octavio—. Es demasiado retorcido.

—Pensadlo bien: fue un accidente de coche, ¿no? Esas cosas se pueden provocar.

—¿De verdad crees que los de Argos pueden llegar a esos extremos?

—¿Por qué no? Ya han recurrido al secuestro. Porque estoy seguro de que César y el otro hablaban de Pat…

Octavio le dio un codazo para que se callara. Dani miró a Cris y vio que estaba a punto de llorar.

—Pero Pat está bien —se apresuró a añadir—. No estaba en el edificio, así que supongo que la tienen en alguna otra parte. César la ve a menudo, le está haciendo unos tests o algo así. Si seguimos a César, podremos encontrar a Pat.

—¿Y por qué no se lo decimos a la policía?

—Primero: porque somos unos críos; segundo: porque no tenemos pruebas; tercero: porque no nos van a creer; cuarto: porque tendríamos que dar muchas explicaciones…

—Basta —intervino Cris—. Yo sí sé lo que voy a hacer. Sé a quién pedir ayuda. Pero antes tengo que pedir perdón.


Los dos se miraron un momento, sin saber qué decir.

—Vaya, hola —dijo Borja finalmente; todavía seguía con la mano apoyada en el picaporte, pero no se decidía a franquearles el paso—. ¿A qué debo el honor de vuestra visita?

—Venía a pedirte perdón —susurró Cris—. ¿Podemos pasar?

—¿Los tres venís a pedirme perdón? —preguntó Borja, mirando a Dani y Octavio, que aguardaban en el descansillo de la escalera, detrás de Cris.

—Sí —dijo Octavio—. Creo que nos equivocamos contigo. Te juzgamos mal porque eres… diferente. Y no debimos hacerlo.

Borja los miró de nuevo, pensativo. Finalmente, suspiró y dijo:

—Está bien, pasad.

Los tres entraron en la casa tras él, y lo siguieron en procesión hacia su cuarto. Por el camino pasaron ante el salón, donde una mujer de cabello gris y mirada cansada planchaba la ropa rodeada de tres niños que hacían dibujos con rotuladores, tumbados sobre la alfombra.

—Hola —saludó Cris, con timidez.

—Hola —sonrió ella—. Me alegro de volver a verte.

Cris desvió la mirada, sonriendo, incómoda.

—He traído a un par de amigos. No molestaremos.

—Tú nunca molestas, hija. Ya lo sabes. Bienvenidos —añadió, mirando a Dani y a Octavio—. ¿Queréis algo de merendar?

Dani iba a decir que sí, pero Octavio se apresuró a darle un codazo y responder en su lugar:

—No, muchas gracias, señora. No tenemos hambre.

Ella no insistió. Tenía mucho trabajo.

Por el pasillo tropezaron con una chica de la edad de Cris —ambas se miraron y se sonrieron, pero no cruzaron una palabra— y pasaron por delante de una habitación en la que había un chico de unos catorce años tumbado sobre la cama, leyendo un comic. Tan concentrado estaba que no levantó la cabeza cuando pasaron ante él.

Por fin llegaron a la habitación que Borja compartía con otro de sus muchos hermanos. En aquel momento estaba vacía.

—Es como en el cuento —susurró Dani al oído de Octavio—. Son una familia numerosa y no parecen estar precisamente nadando en la abundancia.

—Mi padre es panadero —dijo Borja, como si lo hubiese oído—, y mi madre es ama de casa. Somos ocho hermanos. A mis padres siempre les han gustado mucho los niños.

»Yo soy el mayor —prosiguió, cerrando la puerta tras ellos—. Desde el principio tuve claro que no podría permitirme estudiar. Supuse que mi futuro estaba en la panadería, con mi padre. Pero una noche tuve un sueño…

Calló y los miró.

—Sentaos —dijo entonces—. Tengo una historia que contaros.

Cris y los dos niños tomaron asiento.

—Una noche tuve un sueño —prosiguió Borja en voz baja—. Me vi a mí mismo curando a gente, y supe que quería ser médico. Decidí que lucharía muy duro, que estudiaría mucho, que pediría becas, o trabajaría, o lo que fuera… para poder pagarme los estudios y cumplir con mi sueño. A partir de entonces fue cuando empecé a ver a la Sombra.

» Al principio no le concedí importancia. Pensé que tenía un defecto en la visión, fui al oftalmólogo, pero estaba perfectamente. Y, sin embargo, de vez en cuando veía, junto al hombro derecho de algunas personas, una mancha oscura y borrosa, como una sombra.

»Invariablemente, todas aquellas personas morían en menos de un día.

» Cuando me di cuenta de esto, me asusté muchísimo. Pero días después, uno de mis hermanos se puso muy enfermo, y el no ver la Sombra junto a él me tranquilizó. No sé cómo, pero supe lo que debía hacer. Me acerqué a él, le puse las manos sobre la frente, y poco a poco la fiebre bajó y mi hermano mejoró. Al día siguiente estaba completamente curado.

»En una caja, en un armario, estaban mis viejos libros de la infancia. Recordé un antiguo libro de cuentos que mi padre solía leerme por las noches cuando era niño. Uno de esos cuentos, el de “El ahijado de la Muerte”, le gustaba especialmente. Volví a leerlo otra vez, muchos años después. Y me di cuenta de que aquel joven médico del cuento era yo mismo. Y aquella mancha que veía junto a algunas personas era la sombra de la Muerte.

»Le pregunté a mi padre, pero me dijo que no recordaba aquel cuento. Ni siquiera se puso nervioso cuando se lo enseñé.

Borja hizo una pausa. Dani se creyó en la obligación de decir algo.

—Qué raro, ¿no? Porque si te ha pasado como en el cuento, y tienes a la Muerte por madrina… ¿cómo ha ocurrido? ¿Por qué te eligió a ti?

—Todavía no lo sé. Ni siquiera sé si la Muerte existe de verdad como…

—… un ente pensante —apuntó Dani enseguida.

—…Para mí simplemente es la Sombra. Al principio, sabéis, intenté avisar a las personas que tenían la Sombra, traté de decirles que estaban en peligro, pero eso no cambiaba para nada las cosas. Si veía a la Sombra sobre su hombro, no había nada que hacer. Hicieran lo que hiciesen, estaban condenadas.

—¿No has intentado curar a ninguna de ellas? —preguntó Cris en voz baja—. En el cuento dice que el médico pudo salvar al rey y a la princesa, que pudo engañar a la Muerte.

—Pero murió él mismo por atreverse a hacerlo. Sí, una vez lo intenté, pero la Sombra se volvió mucho más grande y oscura, mucho más amenazadora, y no tuve valor. Puede que sea un cobarde, sí, pero si todo lo que dice en ese cuento se ha cumplido, ¿cómo no voy a pensar que me pasará también lo mismo que al médico si trato de burlar a la Muerte? Por eso ahora me dedico a curar a los vivos, y dejo en paz a los que van a morir, porque sé que no hay esperanza para ellos.

Hubo un nuevo silencio.

—Siento haber pensado que tenías algo que ver con lo de mi hermana —dijo Cris en voz baja.

Pero Borja negó con la cabeza.

—No, la culpa es mía, por no haber confiado en ti. No quise contártelo todo porque tenía miedo de que ya no quisieras saber nada de mí.

—Y tu familia, ¿lo sabe?

—Sí, pero nunca hablamos de ello.

—Como los del barrio donde tienes la consulta —dijo Dani—. Nadie te delató, ¿sabes? Nadie dijo nada de tus poderes. Tampoco nosotros lo hicimos.

Borja lo miró como si acabara de darse cuenta de que estaba allí.

—Sí… son buena gente —reconoció.

Cris desvió la mirada.

—Te va a parecer tremendamente egoísta, pero… también he venido para pedirte un favor.

Entre los tres contaron a Borja lo que habían averiguado. Le hablaron del centro Argos y de la conferencia a la que habían asistido. Le contaron sus últimas pesquisas y cómo habían averiguado que Argos estaba detrás de la desaparición de Pat.

—Y ha sido César —concluyó Dani—. Sabemos que no podemos acusarle sin pruebas, y por eso no podemos ir a la policía aún. Pero hemos pensado en seguirle mañana cuando salga del instituto. Está haciéndole pruebas a Pat; seguro que la ve todos los días. Si lo seguimos, nos llevará hasta donde la tienen encerrada. Pero como él siempre va y viene en coche, necesitamos que alguien nos lleve. Cris dice que tú tienes coche.

—Claro que no tienes por qué hacerlo si no quieres —añadió Cris en voz baja.

Borja había escuchado en silencio, con la mirada perdida en algún punto del suelo, pero alzó la cabeza para mirarla a los ojos.

—¿Cómo no voy a querer? Si todo esto es verdad, yo tengo la culpa, en parte, de que esos de Argos se equivocaran con Pat. En realidad me buscaban a mí.

“No, me buscaban a mí”, pensó Octavio, pero no lo dijo en voz alta.

—Mañana, si queréis, pasaré a buscaros a los tres a la salida del instituto. ¿De acuerdo?

Cris, Dani y Octavio asintieron. Se pusieron en pie para despedirse. Cris y Borja se miraron a los ojos. Dani se quedó allí, junto a la puerta, esperando a Cris para salir, pero Octavio se lo llevó a rastras. Se despidieron de la madre de Borja y salieron al descansillo de la escalera.

—¿Pero a ti qué mosca te ha picado? —protestó Dani.

—Es que mira que eres indiscreto, Dani.

—¿Yo? ¿Por qué?

—¿No ves que esos dos acaban de reconciliarse? Querrán estar solos.

—Ah —dijo Dani, abatido—. Claro.

 

Siguiente