Ficha de la obra

Título: Octavio y el hijo de la sombra.

Escrito: En 2003

Publicado: No.

Comentarios: Esta es la primera entrega de lo que iba a ser una nueva saga. Escribí el primer libro y lo envié a la editorial SM junto con la primera parte de Memorias de Idhún. Les gustó mucho más Idhún, de modo que ese fue el proyecto en el que me centré. Me tuvo ocupada durante los años siguientes, y cuando lo acabé tenía otras muchas historias en la cabeza. Así que este libro se quedó en un cajón porque, aunque la trama de este primer libro está cerrada, tiene un final abierto porque hay una historia general que debía desarrollarse en entregas posteriores. Otra curiosidad: con 21 años escribí una novela titulada Los hijos del sol negro, que era otra versión de la historia de Octavio, y que tampoco llegó a publicarse. Ahí sí que estaba toda la trama desarrollada, pero muy mal desarrollada, para ser sincera :D. Me gusta más el enfoque de Octavio y el hijo de la sombra, aunque no llegara a continuar la saga.

Capítulo 13: Incursión

Aquel día fue muy duro. Cris, Dani y Octavio aguantaron las clases a duras penas, y lo peor fue la clase que tuvieron con César. El joven profesor actuó como siempre, amable y desenfadado, derrochando encanto. Nada en su actitud traicionaba que tenía algo que ver con el pupitre vacío de la primera fila. Dani y Octavio le lanzaban miradas de odio de vez en cuando. Sabían que tenían que disimular, pero no podían evitarlo. Se sentían engañados y traicionados, y lo peor era que debían callar lo que sabían, que no podían obligar a César a confesar dónde estaba Pat.

Por fortuna, César no se dio cuenta de su actitud hostil. Octavio ya era poco participativo de por sí, y Dani solía tener bruscos cambios de humor: un día podía estar en las nubes, al siguiente hablar por los codos y al siguiente adoptar aquel aire misterioso que tan bien se le daba. Aquel día estaba muy serio y sombrío. Pero había tenido otros días así, por lo que a nadie le extrañó.

La que peor lo pasó fue Cris. En el recreo buscó a Dani y Octavio, hecha un manojo de nervios.

—A cuarta hora me toca clase con César —les dijo—. ¿Cómo voy a poder mirarlo a la cara?

—No lo hagas —sugirió Octavio—. Todos saben que tu hermana lleva varios días desaparecida. Si pasas de la clase y pareces triste y ausente a nadie le extrañará, y menos a César, que se supone que habla mucho con los alumnos.

—Es verdad —intervino Dani—. César va de guay y de coleguilla por el insti. Tiene que aparentar que te comprende para no estropear su imagen.

—Me da asco ese tío —declaró Cris, ceñuda.

—Sí. Y eso que a todos nos caía bien. Vaya chasco, ¿eh?

—No. No caía bien a todo el mundo —intervino Octavio en voz baja.

—Es verdad, tío, tú nunca confiaste del todo en él —reconoció Dani—. Vaya ojo que tienes, chaval.

—No me refería a mí —replicó Octavio, algo incómodo—, sino a María Dolores, la de lengua.

Hubo un breve silencio.

—Jamás pensé que diría esto —dijo entonces Dani con solemnidad—, pero por una vez tengo que admitir que el Ogro tenía razón, y que nosotros estábamos equivocados. El Ogro será una tía borde y pesada, pero hoy nos ha enseñado una gran lección. Dediquémosle un pensamiento positivo al Ogro en el día de hoy.

—Amén —murmuró Octavio, abatido.

Al final, Cris logró salir airosa de la situación. Como llevaba varios días muy preocupada, a nadie le sorprendió que aquel día estuviera triste y algo huraña. Evitó mirar a César en todo momento y, al salir, notó los ojos de él clavados en su persona. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas de rabia e impotencia y salió a toda prisa del aula. Por suerte, César llegó a ver las lágrimas en sus ojos, y no la molestó.

Al finalizar las clases, los tres chicos salieron a toda prisa del instituto y se encontraron con Borja, que los esperaba en la calle, al volante de su coche, un Renault 11 que tenía como mínimo una década de antigüedad.

—Pasad, pasad —los invitó él—. No es un BMW, pero al menos es un coche.

—Es de segunda mano, ¿no? —preguntó Dani, acomodándose en el asiento trasero.

—O de tercera o de cuarta, vete tú a saber. Cualquier día me dejará tirado en cualquier carretera, pero de momento aguanta.

Arrancó el coche y lo condujo hasta una calle lateral. Aparcó detrás de una furgoneta, en un lugar desde el cual se apreciaba bien la entrada del instituto y el sitio donde seguía estacionado el Ford Fiesta rojo de César. Esperaron, en tensión, hasta que lo vieron salir, minutos después, de buen humor, como siempre, y charlando con un par de chicas de tercero.

—Ese bastardo —murmuró Cris, apretando los dientes—. ¿Cómo puede estar tan tranquilo?

Borja puso las manos sobre el volante y miró a sus compañeros fijamente.

—¿Estáis seguros de que queréis hacerlo así?

—Sí —dijo Octavio, con decisión—. Es la única manera. Si fuéramos a la policía ahora no nos harían caso; pero si encontramos el lugar donde tienen a Pat, podremos acusar a César con pruebas.

Borja asintió, sin una palabra, y arrancó el coche.

Durante un rato siguieron el Ford Fiesta rojo por las calles de la ciudad, con prudencia, sin acercarse demasiado pero sin llegar a perderlo de vista. Por si acaso, Octavio había memorizado la matrícula.

Al cabo de un cuarto de hora, el coche de César entró en un garaje. La puerta se cerró tras él.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Cris.

—Tenemos que ver si es ahí donde tiene a Pat —indicó Dani.

—No —contradijo Octavio—. Esa es su casa. No creo que la tenga encerrada en su propia casa, sería muy arriesgado, ¿no?

—¿Cómo sabes que es su casa?

—Porque una vez comentó en clase que vivía cerca del estadio de fútbol —explicó Octavio, señalando uno de los enormes focos del estadio, que se vislumbraba al fondo de la calle.

—Jo, macho, ¿cómo puedes acordarte de tantas cosas?

—¿Qué hacemos entonces? —repitió Cris.

Borja habló tras un rato de silencio.

—Propongo que esperemos un rato para ver si sale de ahí. Nadie tiene prisa, ¿no?

Todos negaron con la cabeza. Ya habían avisado en sus casas de que no irían a comer.

La espera se hizo larga. Enviaron a Octavio a comprar bocadillos y bebidas para todos, y comieron en el coche, vigilando la entrada del garaje y el portal que había justo al lado. Al cabo de un rato, Borja decidió mover el coche para colocarlo en un lugar más discreto, debajo de unos árboles, para que no se viera desde las ventanas del edificio.

Y eso fue todo lo que hicieron durante gran parte de la tarde. Al principio trataron de hablar de algo, de cualquier cosa, pero las conversaciones siempre acababan muriendo en sus labios. Finalmente, Cris, agotada por la tensión de los días pasados, se quedó dormida. Borja no dijo nada. Permanecía en silencio, serio, con la mirada clavada en el lugar por donde había desaparecido el Ford Fiesta rojo.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Borja? —dijo entonces Dani en voz baja.

Borja se volvió hacia él y asintió en silencio.

—¿Alguna vez…? —titubeó antes de continuar— ¿….alguna vez has visto morir a alguien ante tus ojos? Quiero decir, a alguien que tuviera la Sombra.

Borja calló un momento antes de contestar.

—Sí, varias veces —dijo por fin—. En la época en que intentaba detener a la Muerte. Cuando veía a alguien con la Sombra, lo seguía para advertirle… pero era inútil. Ahora prefiero perderles de vista cuanto antes.

—Pero les dices que van a morir, ¿no? Me refiero a los que van a tu consulta.

—No suelo hacerlo. No hace falta, de todas formas. Si me niego a curarles, es que no hay nada que hacer. Y ellos lo saben. No sé cómo, pero lo saben.

Octavio recordó a aquel hombre que pensaba con desesperación que no quería morir, y se estremeció.

—Debe de ser muy duro —comentó en voz baja.

—Sí, lo es —respondió Borja tras un momento de silencio—. Saber que alguien va a morir, y no poder hacer nada por ellos… Si realmente la Muerte ha querido hacerme un regalo, debería haber escogido a otro. Más que un don, es una maldición.

—Pero puedes curar a la gente. A las otras personas —dijo Dani.

—Sí. Y eso es lo único que lo hace soportable.

Borja no dijo más, y Dani no siguió preguntando.

Aún tuvieron que esperar un par de horas más hasta que la puerta del garaje se abrió para dejar salir al coche rojo que tan bien conocían. Borja esperó un tiempo prudencial antes de poner en marcha el motor para seguirle.

Ninguno de los cuatro dijo nada durante el viaje. Ni siquiera cuando el Ford Fiesta abandonó la ciudad y se adentró por la autovía hacia el norte de la provincia. Borja aceleró todo lo que pudo su viejo Renault para no perderlo de vista, pero comenzaba a anochecer y no era sencillo seguirle la pista a César.

Por fin, el coche rojo abandonó la autovía y se internó por una carretera secundaria.

—¿A dónde lleva esto? —preguntó Cris, después de un largo rato de silencio.

—A un polígono industrial, creo —respondió Borja—. O puede que César siga un poco más y vaya al pueblo que hay más allá.

Pero César no continuó hasta el pueblo, sino que torció a la derecha en la segunda rotonda y enfiló por la carretera que llevaba a las enormes naves industriales. Los cuatro amigos cruzaron una mirada preocupada. Aquella carretera era muy solitaria. César acabaría por darse cuenta de que lo seguían. Pero no podían quedarse atrás, o lo perderían de vista.

Entonces, Borja tomó una decisión. Al llegar al área industrial, torció hacia la derecha en la siguiente bifurcación y se alejó del coche rojo.

—¡Eh! —protestó Cris—. ¿Qué haces?

—Evitar que sospeche —respondió su novio—. Ya está claro que va al polígono. Es posible que los de Argos tengan algún tipo de instalación aquí. Le dejamos que llegue tranquilamente a su destino y que compruebe que nadie le sigue. Y después entramos nosotros y buscamos su coche. Imagino que lo habrá aparcado en alguna parte.

—No estoy segura de que eso funcione —replicó Cris, inquieta.

Pero funcionó. Después de dar un par de vueltas por el polígono, encontraron el coche de César aparcado frente a una nave rodeada por una verja. Rodearon el complejo, para que no los viera el vigilante de la entrada, y aparcaron junto a la verja, en la parte de detrás. Salieron del coche y se asomaron para mirar.

Detrás de la nave había una serie de módulos prefabricados colocados en forma de U en torno a un amplio espacio despejado. Muchas de las ventanas de los barracones estaban iluminadas.

—¿Creéis que Pat está aquí? —susurró Cris.

—No podemos saberlo —dijo Borja—, y lo peor es que tampoco podemos hacer nada para averiguarlo.

—Sí —asintió Octavio—. Ahora, lo más prudente sería ir a avisar a la policía para que vengan a comprobarlo.

—Pero Octavio, ¿tú es que no has visto pelis de policías o qué? —lo riñó Dani—. No pueden venir aquí por las buenas, sin una orden de registro, o algo así. Esto es una propiedad privada.

Pero Octavio no lo estaba escuchando. Acababa de sentir una especie de llamada en su mente, algo parecido a una sacudida psíquica, y se giró como movido por un resorte.

Alcanzó a ver una sombra menuda que corría como una gacela junto a la verja. Fue sólo un momento; enseguida se la tragó la oscuridad.

Octavio no sabía quién era ni qué hacía allí, pero supo que tenía que seguirla y alcanzarla, costara lo que costase. De modo que, sin pensarlo siquiera, echó a correr tras ella.

Sus tres compañeros se quedaron de piedra. Borja fue el primero en reaccionar.

—¡Octavio! —lo llamó, sin atreverse a levantar mucho la voz.

Pero el chico no lo escuchaba. Siguió corriendo, y pronto sintió que el corazón le latía alocadamente y que le faltaba el aliento; nunca se le había dado bien hacer ejercicio físico, y por un momento temió que perdería de vista a quienquiera que fuese la persona a la que estaba siguiendo.

Por fin la vio entrar por la puerta del complejo Argos como un vendaval. Octavio se dio cuenta entonces de lo que estaba pasando y trató de frenarse, pero para cuando lo consiguió estaba a sólo unos metros de la cabina del guarda. Octavio se quedó quieto, asustado.

La puerta de la verja estaba ahora abierta de par en par. El chico retrocedió un par de pasos, inquieto, sin saber si debía decir algo o no.

Octavio nunca había sido un chico de acción. Seguramente, en los minutos que tardó en decidir si trataba de excusarse o salía corriendo, el guarda habría tenido tiempo de sobra para llamarle la atención o salir de su caseta y avanzar hacia él.

Pero no lo hizo. Se quedó allí, inmóvil, como si de una estatua de piedra se tratara.

Octavio no entendía nada. Era imposible que el guarda no lo hubiera visto. Lo estaba mirando fijamente, sin parpadear siquiera.

Se preguntó de pronto si al guarda le habría ocurrido algo malo, algo relacionado con la figura que acababa de entrar corriendo; y, olvidando todas sus precauciones, se acercó a la caseta.

—Señor, ¿se encuentra bien? —preguntó, inseguro.

El guarda no respondió. Seguía sin pestañear, con la mirada clavada en el vacío, y Octavio temió que estuviera muerto. Presa de pánico, se preguntó qué debía hacer.

—Octavio, ¿qué pasa? —preguntó una voz tras él.

Se sintió muy aliviado al volverse y ver que sus amigos lo habían seguido. Sin una palabra, se apartó para que Borja pudiera ver en qué estado se encontraba el vigilante. El joven entró en la cabina para echar un vistazo y frunció el ceño, extrañado.

—Está vivo —dijo, después de tomarle el pulso—. Respira con normalidad, y, sin embargo, no reacciona. Es como si estuviese dormido o…

—¿…hipnotizado? —lo ayudó Dani.

—La puerta está abierta —hizo notar Cris, con urgencia.

Borja miró nuevamente al guarda, indeciso, pero éste seguía sin reaccionar. Con un suspiro, le cerró los ojos y salió de la caseta.

—Entonces, ¿qué? —dijo—. ¿Entramos?

Cris iba a contestar, cuando otro imprevisto terminó de decidirlos.

Octavio había vuelto a ver a la sombra, que se deslizaba hacia el almacén con agilidad felina. Y, sin ser apenas consciente de lo que hacía, echó a andar tras ella.

—Octavio, ¿te has vuelto loco? —susurró Cris, irritada.

Pero el niño estaba demasiado lejos como para detenerlo, de manera que lo siguieron hacia el corazón del complejo de Argos.

La figura misteriosa no entró en la nave, sino que la rodeó y se dirigió a la parte posterior, donde estaban los módulos prefabricados. Justo antes de abandonar la sombra protectora del enorme almacén, Octavio la perdió de vista.

Se quedó un momento quieto, decepcionado. Y entonces fue consciente de que acababa de infiltrarse, sin apenas darse cuenta, en las instalaciones del Centro Argos. “¿Pero qué he hecho?”, se dijo a sí mismo, horrorizado. “¿Por qué he echado a correr de esa manera?”. Pero no tenía respuesta a aquella pregunta.

Sus amigos se reunieron con él.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —le susurró Borja, furioso—. ¡Como nos pillen…!

—Yo creo que, ya que estamos aquí —intervino Dani—, deberíamos ver si Pat está en alguna parte.

Miró hacia el grupo de módulos en forma de U. Todos ellos tenían ventanas en la parte posterior, y Dani señaló el estrecho corredor que quedaba entre el muro exterior y la parte de fuera de la U. Podían recorrer todos los módulos y asomarse a las ventanas traseras sin que los vieran desde el edificio principal, porque los propios barracones los ocultarían.

No se veía a nadie fuera de los módulos, pero, por si acaso, esperaron un buen rato antes de decidirse a avanzar.

—A la de tres —susurró Dani—. Una, dos… ¡tres!

Los cuatro echaron a correr hacia los barracones, pegándose a la sombra que proyectaba el muro. Cuando alcanzaron la parte posterior de los módulos, se detuvieron a recuperar el aliento antes de proseguir.

El espacio que quedaba entre el muro y la pared posterior de los barracones era tan estrecho que solo podían avanzar en fila de a uno, pero bastaba para poder moverse. Borja, que era el más alto, fue asomándose a las ventanas de cada uno de los módulos, con precaución. Los primeros tenían las luces apagadas, y por tanto no se podía ver si había alguien en el interior. Los cuatro amigos desearon que Pat no se encontrase en uno de aquellos barracones oscuros porque, de ser así, no descubrirían su presencia.

Borja llegó al primer módulo iluminado. Apenas se atrevió a echar un vistazo rápido, por temor a  que lo descubrieran. Pero lo que vio bastó para que tuviera que reprimir una exclamación de asombro. Se retiró de la ventana y miró a sus compañeros, muy confuso. Cris le devolvió una mirada interrogante. Borja negó con la cabeza y les indicó por gestos que se asomaran ellos también.

Dani y Octavio tuvieron que ponerse de puntillas para echar un vistazo por la ventana. Fue apenas un momento, pero todos lo vieron perfectamente. Cris se tapó la boca para no gritar, y se retiró de la ventana, muy confusa. Octavio tiró de Dani para alejarlo del cristal, porque se había quedado como embobado contemplando lo que sucedía en el interior del barracón. También Octavio se sentía fascinado por la escena, pero, a la vez, le producía un extraño terror irracional.

Había dos hombres y un niño en el interior del módulo. Los hombres vestían batas blancas, asentían y tomaban notas, mientras el niño, sentado ante una mesa, miraba fijamente tres pelotas de goma que había frente a él… y las hacía levitar en el aire. Cris, Dani y Octavio habían llegado a ver lo que Borja no había visto: como las tres pelotas saltaban en el vacío, entrecruzándose unas con otras, sin llegar a chocar, como lanzadas por un hábil malabarista… que no había despegado las manos de la mesa ni un solo momento.

Dani fue a decir algo, pero Borja negó con la cabeza y señaló a los barracones: podían oírlos.

De modo que no comentaron entre ellos la escena que acababan de contemplar, aunque todos sabían lo que significaba: aquellos hombres estaban comprobando las habilidades de un psíquico. Argos era mucho más que un Centro Filosófico: en su seno se realizaban también experimentos científicos relacionados con fenómenos paranormales.

Borja siguió adelante sin ningún comentario y los otros lo siguieron. A Dani hubo que llevarlo a rastras porque se resistía a alejarse del lugar donde había sido testigo del prodigio. Cris, en cambio, parecía algo más aliviada: el niño telequinético que habían visto en aquella habitación no mostraba signos de haber sido maltratado, y hasta parecía estar pasándoselo en grande con el experimento. La muchacha rogó porque a su hermana la hubiesen tratado igual de bien.

Por su parte, Octavio se sentía embargado por un cúmulo de emociones contradictorias. Por primera vez había visto a un psíquico de verdad, como él, y había observado, fascinado, lo que era capaz de hacer con el poder de su mente. La idea de que él tuviera la capacidad de hacer algo semejante lo entusiasmaba, a la vez que lo inquietaba.

Pero, por otro lado, no quería tener nada que ver con los de Argos, y menos después de lo que le había pasado a Pat, y de haber conocido a César. Ninguna organización que recurriera al engaño y al secuestro podía tener buenas intenciones.

Interrumpió sus sombríos pensamientos una seña de Borja, que se había detenido ante el siguiente barracón iluminado. Se asomó un momento, se retiró de la ventana, negó con la cabeza y siguió andando. Dani y Octavio no pudieron resistir la tentación de ponerse de puntillas para echar un rápido vistazo, pero lo que vieron los desilusionó. Un joven escribía algo en un papel, bajo la atenta mirada de otras dos personas vestidas con bata blanca.

Espiaron a través de las ventanas de cuatro módulos más. En todos ellos había chicos y chicas que parecían recibir algún tipo de clase particular. En uno de ellos, una niña de la edad de Pat, aproximadamente, adivinaba cuáles eran los dibujos trazados en una serie de cartulinas que sólo su supervisor podía ver. En otro, una chica algo más mayor colocaba las manos sobre una mujer tendida en una camilla, de manera muy similar, pensó Cris, a como solía hacerlo Borja cuando curaba a algún enfermo. Con la diferencia de que, en este caso, junto a ella había un hombre vestido con una bata blanca, tomando notas de todo lo que veía.

Sólo quedaban tres módulos, pero no tuvieron que llegar hasta el final. Borja se asomó al siguiente y se le iluminó la cara; hizo señas a los demás para que se asomasen también. Cris inspiró profundamente, emocionada.

El interior de aquel barracón no era una estancia de trabajo, sino un dormitorio. Y sentada sobre la cama de cualquier manera, con gesto enfurruñado, estaba Pat. Ante ella se hallaba César, y parecía muy molesto.

—Ya te he dicho muchas veces que esa actitud no te va a conducir a ningún sitio. ¿Por qué sigues negándote a ti misma? ¿Por qué te empeñas en convencernos de que eres una chica como las demás?

—¡Porque lo soy! —casi gritó Pat, con lágrimas en los ojos—. ¡Cuántas veces tengo que decírtelo! ¡Todo eso fueron casualidades! Me dijiste que me creerías si los tests no demostraban que tenías razón.

—Los tests se pueden falsear, Pat. ¿Eres tan diabólicamente inteligente como para hacerlo? Sí, yo creo que sí. Los hechos hablan en tu contra y, sin embargo, has logrado confundir a nuestros telépatas más habilidosos. En tu mente no son capaces de leer nada más que historias absurdas que parecen cuentos de hadas. ¿Cómo demonios lo haces?

Pat se encerró en un hosco silencio.

—Está bien —suspiró César—. Mira, he estado hablando con mi jefe. Quiere resultados, ¿me entiendes? Si entras en razón y nos demuestras lo que eres capaz de hacer, tendrás un futuro brillante en Argos. Te enseñaremos a desarrollar tu don y, cuando regreses a casa, podrás hacer todo lo que quieras. Todo, ¿entiendes? Jamás volverás a fracasar en nada.  Porque tú, Pat, eres especial, y debes ocupar en el mundo el lugar que te corresponde. Todos reconocerán, tarde o temprano, que eres mejor que ellos. Lo sabes, ¿verdad?

—¿Y que pasará… si no lo demuestro? —preguntó Pat, en un susurro.

—Volverás a tu casa inmediatamente —respondió César tras un corto silencio—. Pero comprenderás que no podamos dejarte marchar, así, sin más, ahora que sabes tantas cosas sobre nosotros. Así que haremos algo al respecto. Verás, tenemos aquí a una persona que es capaz de remodelar la memoria reciente de las personas. Te haremos olvidar todo cuanto has visto aquí.

—¿Como un lavado de cerebro?

—Llámalo así, si quieres. Pero no te quiero engañar, Pat. Este tipo de cosas no suelen salir bien. La mayoría de las veces se borran recuerdos importantes. En muchas ocasiones, incluso, el cerebro queda dañado para siempre.

Pat lo miró, horrorizada.

—Y sería una lástima —añadió César—. Una mente tan brillante… con tantas habilidades extraordinarias…

El joven no dijo nada más, pero miró a Pat intensamente. Ella se había puesto pálida.

César dio media vuelta, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Cuando se hubo ido, Pat se echó sobre la cama, enterró la cara en la almohada y se puso a llorar.

Fuera, Cris también lloraba en silencio.

—Vamos a avisar a la policía —susurró Borja, pero Cris lo detuvo y lo miró, suplicante.

Borja se mordió el labio inferior, indeciso. Comprendía el dilema de su novia. Sería muy duro para ella marcharse y dejar allí a Pat, ahora que la había encontrado. Aunque fuera para avisar a la policía. ¿Y si para cuando volvieran la habían llevado a otra parte? O, peor aún… ¿y si ya le habían borrado la memoria?

—Si hemos podido entrar, podremos salir —dijo Dani en voz baja—. Con Pat.

Borja asintió, pero todavía no parecía muy convencido.

En aquel momento sonó una especie de sirena, y los cuatro dieron un salto y se arrimaron a la pared, temblando de miedo. Pero, por lo visto, se trataba sólo del timbre que anunciaba el final de las clases, porque hubo revuelo en la mayoría de los módulos, y los jóvenes prodigios que practicaban en su interior salieron fuera. Octavio y sus amigos los oyeron hablar entre ellos, en varias lenguas, reír y entrar en los módulos que habían estado a oscuras hasta entonces. Las luces de aquellos barracones, que debían de ser dormitorios muy parecidos al de Pat, se encendieron, mientras que las de los módulos de trabajo se apagaron.

Algunos de los profesores se quedaron un rato hablando con los alumnos en sus respectivas lenguas. Otros se despidieron y se dirigieron a la nave central.

El complejo tardó un poco en estar en calma de nuevo. Por lo que parecía, los otros jóvenes podían salir de sus barracones en cualquier momento y no estaban presos, como Pat, de manera que los infiltrados tenían que tener mucho cuidado si no querían que los viesen abriendo la puerta del módulo de Pat.

Cris se asomó de nuevo a la ventana del dormitorio de su hermana y pegó un par de golpecitos en el cristal. Pat alzó la cara, con los ojos rojos de tanto llorar, y miró a Cris sin poder creer lo que estaba viendo. Ella le hizo señas para que permaneciese en silencio, a la vez que Dani se asomaba también a la ventana para saludar. En cuanto se convenció de que aquello no era un sueño, el rostro de Pat se inundó de una resplandeciente alegría. “Vamos a sacarte de aquí”, le dijo Cris por señas.

Pat asintió, muy convencida, y se acercó rápidamente a la puerta.

Los cuatro infiltrados rodearon los barracones y se asomaron con precaución a la última esquina antes de entrar en el patio a donde daban las puertas de todos los módulos. Cualquiera de los chicos podría salir en aquel momento y verlos, y ellos no estaban muy seguros de cómo reaccionarían al verlos aquellos jóvenes portentos. Estaba claro que se hallaban allí por voluntad propia, pero… ¿apoyaban a Argos en todo? Desde luego, por lo que Octavio y sus amigos habían visto, no parecían preocupados por el hecho de que en el módulo de al lado hubiera una niña retenida allí contra su voluntad.

Una de las puertas se abrió, y uno de los chicos salió tarareando con una toalla al hombro en dirección a otro módulo que estaba un poco más apartado, y que parecían ser los baños. Los cuatro esperaron a que la puerta del baño se cerrara tras él, y entonces se deslizaron como sombras frente a los barracones, rezando para que no saliese nadie más.

Tuvieron suerte. El módulo de Pat estaba cerca de uno de los extremos de la U, de manera que llegaron enseguida hasta su puerta. Además, alguien encendió la radio en alguno de los barracones cercanos, y la música clásica que fluyó de ella ocultó los pasos furtivos de los infiltrados.

—Estamos aquí —susurró Cris.

—Daos prisa —les llegó la voz de Pat desde el otro lado—. Está a punto de sonar el timbre de la cena.

Borja examinaba la cerradura que mantenía a Pat retenida en el interior del barracón.

—¿Alguien sabe cómo forzar cerraduras? —preguntó en voz baja a sus compañeros.

—Eh, ¿por qué me miras a mí? —protestó Dani, al ver los ojos de Borja clavados en él.

—Por favor, por favor, daos prisa —suplicó Pat desde dentro.

—Bueno, vale, lo intentaré —capituló Dani—. Pero que conste que no lo he hecho nunca, ¿eh? ¿Alguien tiene un alambre, un clip algo así?

Cris se quitó al punto una de las horquillas que sujetaban su cabello castaño.

—¿Vale esto?

Dani lo observó con ojo crítico.

—Mmm. Demasiado grueso.

Mordisqueó la horquilla hasta deformarla lo bastante como para que pudiera caber en la cerradura. La introdujo en ella y empezó a hurgar.

Desgraciadamente, la horquilla se partió y se quedó en el interior de la cerradura. Dani soltó una palabrota y trató de sacar los restos de la horquilla. Por suerte, había quedado fuera un extremo lo bastante largo como para poder tirar de él.

—¿Tienes otra? —le preguntó a Cris.

Ella le tendió una segunda horquilla.

—Aprovéchala, que es la última.

Dani volvió a probar suerte. En esta ocasión giró la horquilla hacia la derecha, como si fuera una llave…

…y la puerta se abrió con un “clic”.

Un torbellino salió al exterior y se abalanzó sobre Cris. La chica abrazó a su hermana Pat, mientras Octavio miraba a Dani, atónito.

—Bueno, ¿qué pasa? —se defendió este—. También he visto muchas pelis de espías.

Pero, de pronto, un sonido desagradable y chirriante, como un aullido, se desparramó por todo el complejo, y los cinco se quedaron inmóviles, aterrorizados.

—¿Es el timbre de la cena? —le preguntó Cris a Pat, presa de pánico.

—¡No! —exclamó ella, muy nerviosa—. ¡Es la alarma! ¡Nos han descubierto!

 

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