Ficha de la obra

Título: Octavio y el hijo de la sombra.

Escrito: En 2003

Publicado: No.

Comentarios: Esta es la primera entrega de lo que iba a ser una nueva saga. Escribí el primer libro y lo envié a la editorial SM junto con la primera parte de Memorias de Idhún. Les gustó mucho más Idhún, de modo que ese fue el proyecto en el que me centré. Me tuvo ocupada durante los años siguientes, y cuando lo acabé tenía otras muchas historias en la cabeza. Así que este libro se quedó en un cajón porque, aunque la trama de este primer libro está cerrada, tiene un final abierto porque hay una historia general que debía desarrollarse en entregas posteriores. Otra curiosidad: con 21 años escribí una novela titulada Los hijos del sol negro, que era otra versión de la historia de Octavio, y que tampoco llegó a publicarse. Ahí sí que estaba toda la trama desarrollada, pero muy mal desarrollada, para ser sincera :D. Me gusta más el enfoque de Octavio y el hijo de la sombra, aunque no llegara a continuar la saga.

Capítulo 14: El pacto

La mayoría de los jóvenes estudiantes de Argos se asomaron rápidamente al exterior para ver qué pasaba. Octavio y sus amigos, paralizados por el terror, se quedaron clavados en el sitio.

Pero nadie acudió corriendo desde la nave principal, aunque la alarma seguía sonando. Era como si no hubiese nadie más en el complejo aparte de ellos y los chicos y chicas de los barracones.

Pero ahí se acababan las buenas noticias. Una chica rubia, los vio, los señaló y gritó algo en un idioma que parecía alemán.

Todos los jóvenes talentos de Argos los descubrieron entonces. Se quedaron mirándolos, sorprendidos, sin saber muy bien cómo actuar, hasta que Borja dijo:

—¡Vámonos!

Y echó a correr, arrastrando a Cris tras de sí. Pat, Dani y Octavio los siguieron.

Nadie los persiguió. Todos parecían bastante perplejos, como si estuvieran viviendo un sueño, como si aquellos extraños que habían irrumpido en su ordenado mundo no pudieran ser reales.

Llegaron junto al almacén principal y se detuvieron a recobrar el aliento.

—No lo entiendo —murmuró Borja—. ¿Por qué ha sonado la alarma, si no nos habían visto?

—Por el portero —dijo de repente Octavio—. Estaba hipnotizado o algo así, ¿recordáis? Era cuestión de tiempo que alguien se diera cuenta.

—Entonces también sabrán que alguien ha entrado y vendrán a buscarnos —dijo Dani.

No había terminado de hablar cuando varios hombres torcieron la esquina y uno de ellos los señaló, gritando:

—¡Ahí están!

Los cinco dieron media vuelta y echaron a correr en dirección contraria.

—¡Alto! ¡Deténganse! —gritó alguien a sus espaldas.

Pero los chicos no tenían la menor intención de detenerse. Borja, que iba en cabeza, se detuvo ante una de las puertas del almacén y trató de abrirla.

—¡Date prisa! —lo urgió Octavio, echando una mirada hacia atrás.

Le sorprendió ver que algo salía corriendo como un bólido desde la oscuridad, una figura ágil y menuda, una figura femenina. A Octavio le dio un vuelco el corazón y supo en aquel mismo momento que ella era la persona a quien, sin saber muy bien por qué, había seguido hasta el corazón del complejo de Argos. Perplejo, la vio enfrentarse a los vigilantes con las manos desnudas, sin mostrarse en absoluto intimidada por sus armas de fuego. La vio disparar una patada lateral al estómago de uno de ellos y otra frontal que dejó al segundo aturdido y le hizo soltar el arma. La vio descargar golpes a diestro y siniestro, como una experta en artes marciales, y se preguntó, una vez más, quién sería. Era más joven y menor que sus adversarios y, sin embargo, peleaba con coraje y contundencia, y los había pillado por sorpresa. Y Octavio no tuvo la menor duda de quién sería el vencedor.

En aquel momento, Borja abrió la puerta del todo y los empujó al interior del almacén, de modo que Octavio perdió de vista a su misteriosa salvadora.

La última en pasar fue Pat, que contempló la puerta con expresión horrorizada.

—No, Borja, ¡no podemos entrar ahí! ¡Es donde tienen al piro!

—No hay tiempo, Pat, ¡entra!

Tiró de ella hasta introducirla en el interior de la nave y cerró la puerta justo cuando los hombres llegaban hasta ellos. Pasó el cerrojo rápidamente, pero se dio cuenta de que eso no los retendría mucho tiempo. Además, seguramente la nave tenía más puertas, y sus perseguidores conocían el terreno mejor que ellos mismos.

De todas formas, tenían que intentarlo.

Echaron a correr por el pasillo. En contra de lo esperado, aquel almacén no era una sola nave enorme, sino que tenía varias dependencias, separadas por gruesas paredes de un material frío y extraño que Octavio no conocía. Quiso detenerse a examinarlo, pero no había tiempo. Siguió corriendo tras sus compañeros.

Alguien salió de una de las dependencias, y Borja chocó frontalmente contra él. Los dos rodaron por el suelo.

—¿Pero qué…? —empezó una voz familar—. ¡Sois vosotros! —exclamó al reconocerlos.

Dani, Cris, Pat y Octavio se habían quedado paralizados al reconocer a César. También Borja lo miraba fijamente, pálido y con los ojos muy abiertos. César fue quien reaccionó el primero. Desde el suelo, alargó la mano para agarrar el tobillo de Pat.

—¡La tengo! —gritó.

La niña chilló y pataleó, tratando de desasirse. Sus amigos cargaron contra el brazo de César y lograron finalmente que la soltara. Borja ya se había puesto en pie y reemprendía la marcha en busca de la salida.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó Dani, pero Borja negó con la cabeza, con una extraña expresión en el rostro.

—Nada. Ya no hay nada que podamos hacer.

Sujetándose el brazo magullado, César gritó:

—¡Paul! ¡Paul, ven aquí! ¡No dejes que se escapen!

Sin embargo, los fugitivos pronto dejaron sus gritos atrás.

Tuvieron que esquivar a varias personas más, pero todos parecían tan desconcertados como ellos, por lo que pudieron huir fácilmente.

Por fin desembocaron en una habitación cuya puerta de salida estaba cerrada. Desesperados, se precipitaron hacia ella.

—¡Abrela, ábrela! —gritaba Pat.

—¡Eso estoy intentando! —replicó Borja.

Pero en aquel momento sucedió algo, y Octavio fue el primero que lo notó, mucho antes de que la temperatura de la habitación comenzara a subir de forma inexplicable.

Octavio se volvió lentamente, con un escalofrío de terror. Allí, cortándoles la retirada, se hallaba un joven de unos veinte años, alto, delgado y nervioso, cuyos ojos parecían alimentados por un extraño fuego. El joven sonrió, y no fue una sonrisa agradable.

—Oh, no —susurró Pat—. Oh, no.

Los demás se volvieron para ver qué estaba ocurriendo. El recién llegado seguía mirándolos. Parecía estar concentrándose en algo, pero ello no borró aquella sonrisa demente de su rostro.

Octavio supo lo que iba a pasar, aunque su lógica le impedía aceptarlo. Pero su cuerpo siguió el mandato de su intuición, de manera que gritó:

—¡Al suelo!

Y empujó a Pat, que cayó con un grito sobre su hermana.  Dani, por su parte, obligó a Borja a agacharse también.

Y todos lo vieron.

Fue como una especie de onda; el aire se rizó como recorrido por una corriente de viento abrasador que fue a dar en el lugar donde ellos habían estado apenas segundos antes.

La puerta entera estalló en llamas. Cris gritó. Borja estaba demasiado anonadado para reaccionar, por lo que Dani tiró de él y lo hizo ponerse en pie.

—¡Tenemos que salir de aquí! —le chilló—. ¡Ese tío es piroquinético y puede asarnos a la parrilla si quiere!

Borja pareció despertar de un profundo sueño. Se lanzó contra la puerta, que se consumía con sorprendente rapidez entre las llamas, y la derribó de una patada.

Los cinco entraron rápidamente a través del hueco, tosiendo y tapándose la boca y la nariz con el antebrazo para no respirar el humo. Tras ellos, el joven piroquinético había lanzado un grito de rabia, pero no se había movido del sitio. Octavio adivinó por qué.

—¡Al suelo! —gritó de nuevo.

Esta vez sí, los cinco a una se echaron de bruces al suelo, y sintieron la masa de aire pasar sobre ellos, a varios centenares de grados centígrados. Hacía un calor asfixiante y todos habían empezado a sudar.

—Arriba, arriba —los urgió Dani—. ¡Nos persigue!

—Oh, Dios mío, si nos coge estamos perdidos —musitó Pat, ayudando a Cris a levantarse—. ¡Ese tío está completamente loco!

—Pero… no podemos salir —dijo entonces Borja.

Los otros miraron al frente y vieron, desesperados, que tenía razón.

Habían llegado a la parte delantera de la nave, que sí tenía aspecto de almacén, amplísimo, de techo muy alto y lleno de cajas. Unos metros más allá estaba la salida que daba a la puerta principal y a la cabina del vigilante.

Pero entre ella y los cinco fugitivos había todo un grupo de guardias de seguridad que los apuntaban con sus armas.

—Manos arriba —dijo uno.

Los chicos obedecieron. Octavio respiraba entrecortadamente y no dejaba de sudar. Sintió de pronto que se le erizaba el vello de la nuca y que un escalofrío recorría su espina dorsal. “Oh, no”, pensó, pero no tuvo tiempo para pensar en lo que podía pasar.

Por tercera vez, gritó:

—¡Al suelo!

Y sus amigos, instintivamente, siguieron sus instrucciones; pero los guardias no reaccionaron a tiempo. La onda de aire hirviendo recorrió el almacén y los alcanzó de lleno.

Dos de ellos, los que estaban delante, estallaron en llamas. Octavio los oyó gritar y salir corriendo, rodar por el suelo tratando de apagar el fuego, sin lograr otra cosa que extenderlo más. Y, sobre aquel espantoso sonido se oía algo todavía más estremecedor: Paul, el joven piroquinético, se reía.

Alguien llegó con un extintor y apagó las llamas de los cuerpos de los dos vigilantes. Sin mirar atrás, se los llevaron a rastras para atenderlos con urgencia. En su precipitación por llevarlos a un hospital y por alejarse todo lo posible de aquel joven monstruo, los guardias se habían olvidado de los chicos a los que debían capturar… y también del fuego que comenzaba a devorar las cajas acumuladas en el almacén.

—Vámonos de aquí —musitó Borja.

Pero cuando trataron de levantarse sintieron sobre sí mismos la mirada de fuego de Paul.

—No os mováis —advirtió él, con una siniestra sonrisa; su español era bueno, aunque hablaba con un fuerte acento.

Ellos no se atrevieron a desobedecer. Las llamas crepitaban a su alrededor, pero al chico piroquinético no parecía molestarle en absoluto.

En aquel momento entró César, acompañado de una mujer a quien Cris, Dani y Octavio reconocieron inmediatamente: era la directora del Centro Filosófico Argos, la que había presentado la conferencia del doctor Dos Santos.

—Ni un solo movimiento —advirtió César, con un brillo de triunfo en la mirada—, o Paul os freirá antes de que podáis dar un solo paso.

Pero la directora no parecía tan contenta.

—¿Os habéis vuelto locos? ¡Habéis incendiado el almacén! César, sabías perfectamente que Paul aún no controla su poder y que no debía salir del área especial.

Paul sonrió aviesamente, sin apartar la mirada de los cinco intrusos, cuando dijo:

—Te equivocas, jefa. Yo tengo el control. Siempre lo he tenido.

—¡Ya basta de juegos! —estalló la directora—. ¡Tenemos que salir de aquí, todo esto está en llamas!

—Nadie va a moverse del sitio —advirtió Paul—, porque me enfadaré… y no os gustaría verme enfadado. Si me enfado, estos cinco chicos arderán como antorchas… y vosotros seréis los siguientes.

La directora enmudeció, pálida y confusa. Octavio no sabía cómo era Paul normalmente, pero en aquel momento parecía completamente ido. Parecía que disfrutaba lo indecible con aquella situación, y el niño comprendió que era muy capaz de cumplir sus amenazas.

—Os dije que está loco —susurró Pat a sus compañeros.

—¡Silencio! —ordenó Paul—. La chica viene con nosotros. Niña, levántate —le dijo a Pat— y acércate poco a poco.

—Os equivocáis de persona —dijo Borja, levantándose—. El psíquico soy yo. Yo tengo poder para curar a las personas y puedo ver el futuro, y lo puedo demostrar. César —dijo, volviéndose hacia él—, siento mucho comunicarte que vas a morir esta noche.

—¿Crees que somos tontos, chaval? —gruñó César, de mal talante—. Sé perfectamente que lo único que intentas es proteger a la chica.

—No os he dado permiso para hablar —intervino Paul, y sus ojos adquirieron un brillo peligroso.

Fijó su mirada en Borja, y Octavio supo exactamente qué era lo que pretendía.

—No… —musitó, pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Tampoco le quedaba aliento, de todas formas. Las llamas seguían consumiendo el almacén, y el humo hacía que cada vez fuera más difícil respirar.

Paul sonrió. Parecía encontrarse en su elemento.

Y entonces, la figura ágil y esbelta salió de nuevo entre las sombras y se lanzó contra Paul, cogiéndolo por sorpresa y golpeándolo en el vientre con total contundencia. El joven se dobló por la mitad con un gemido de dolor.

—Vámonos —dijo de pronto una voz junto a Octavio.

Los cinco se volvieron y vieron junto a ellos a un hombre de rostro moreno e impenetrable. Octavio lo reconoció al punto: lo había visto semanas atrás, en la puerta del Centro Filosófico Argos, antes de entrar a la conferencia del doctor Dos Santos. Era el hombre siniestro que tan mala espina le había dado.

Pero ahora no le parecía tan siniestro. Había ayudado a Cris a levantarse, y los apremiaba hacia la salida. Octavio se volvió, dudoso, hacia el lugar donde Paul trataba de deshacerse de aquel vendaval que le atacaba ágilmente, lanzándole patadas propias de un experto en artes marciales. Logró vislumbrarle el rostro: era una chica aproximadamente de su edad, de cara redondeada y rasgos orientales. Llevaba el cabello negro suelto sobre los hombros y vestía vaqueros y una chaqueta de chándal.

—Pero, ¿y ella?

—Estará bien —aseguró el hombre.

Aprovechando que Paul estaba ocupado, César y la directora habían echado a correr hacia la salida.

En aquel momento Paul, con un aullido de furia, lanzó una de sus ondas incendiarias, esperando poder acertarle a la muchacha oriental. Pero ella era más pequeña, más rápida y más ágil, y se apartó a tiempo.

La onda se estrelló contra el techo, justo sobre el lugar donde se hallaban Octavio y sus amigos, y lo hizo estallar violentamente en llamas.

Todo fue muy rápido. Parte del techo se desprendió y fue a caer sobre ellos. Cris gritó y trató de moverse, pero tropezó y cayó al suelo cuan larga era. Una de las planchas metálicas del techo le cayó justo encima.

Octavio se quedó paralizado de espanto. Le costaba mucho respirar y su mente no procesaba la información con claridad, de manera que sentía que todo aquello no era más que un mal sueño. Y, sin embargo, la imagen de Cris echada de bruces, en el suelo, con aquella plancha encima, le parecía real, demasiado real.

Borja gritó y trató de apartar la plancha para liberar el cuerpo de su novia. Todos colaboraron, y Octavio vio, sorprendido, a la chica oriental junto a él, ayudándolos. Se volvió un momento hacia Paul y lo vio un poco más lejos, tumbado en el suelo, inconsciente.

Por fin lograron retirar la plancha. Borja se abalanzó sobre Cris, pero ella estaba inconsciente y no respondía.

—No podemos moverla —dijo, angustiado—. Si tiene alguna lesión interna…

—Si no la movemos, muchacho, arderá junto a este almacén —dijo el hombre que los había ayudado.

Borja dudó, pero finalmente asintió. Entre él y el hombre levantaron a Cris y la llevaron a rastras hacia la salida.

Se detuvieron a un par de metros. El fuego había hecho caer un montón de cajas y ahora estaban todas allí, ardiendo y bloqueando la entrada. El hombre suspiró y llamó a Dani.

—Chico, sujétala —dijo, refiriéndose a Cris.

Y Dani, tosiendo y con los ojos llorosos por culpa del humo, se colocó en su lugar, a la izquierda de Cris, mientras Borja la sostenía por el lado derecho.

Entonces, el hombre y la chica oriental se colocaron ante el obstáculo que bloqueba la salida y lo miraron fijamente.

Fue un momento nada más. Pero, lenta y pausadamente, los restos de las cajas se movieron sin que nadie los tocara hacia un lado. Fueron apenas un par de metros, pero eso bastó para dejar el camino despejado. “¡Sois psíquicos!”, quiso gritar Octavio, pero no pudo. El humo estaba entrando en sus pulmones y lo único que podía hacer era toser.

Todos lograron salir al aire libre y pudieron respirar al fin. Se alejaron todo lo que pudieron del almacén en llamas, pero tuvieron que detenerse para comprobar cómo estaba Cris.

No muy lejos de ellos, César y la directora discutían acaloradamente. Habían logrado salir del almacén antes de que el techo se derrumbara, pero, por lo que parecía, César no pensaba quedarse allí:

—¡Se ha quedado dentro! —aullaba—. ¡Paul se ha quedado dentro!

—¡No pensarás volver por él! —gritó ella, horrorizada.

—¡Pero es uno de los mejores! ¡No encontraremos a nadie más con su talento!

—¡Está completamente chiflado! ¡Es inestable y muy peligroso, y mira lo que ha provocado!

—Eso es lo de menos; Paul es insustituible y no pienso perderle así como así.

César parecía fuera de sí. Echó a correr hacia el almacén, sin atender a razones ni a los gritos de su compañera, y entró temerariamente en el recinto en llamas.

Aún lo oyeron gritar: “¡Paul!”, antes de que el resto del techo se derrumbase, envuelto en llamas, sepultándolos a ambos.

La directora se había quedado paralizada de miedo, blanca como la cera. Volvió un momento la mirada hacia Borja. El joven que había anunciado que César iba a morir esa noche.

Y se dejó caer sobre el suelo, como si de repente le hubieran faltado las fuerzas.

Sólo Octavio se dio cuenta de aquel detalle, porque todos los demás estaban demasiado pendientes de Cris, que no reaccionaba. En aquel momento llegaron los bomberos; tanto el personal de la nave como los chicos de los barracones estaban siendo evacuados, y los guardias de seguridad trataban de coordinar la operación.

Entre toda aquella confusión, nadie prestó atención a lo que sucedía en la calle, sobre la acera, donde Borja y Dani habían tumbado a Cris sobre el abrigo del primero y trataban de reanimarla. Octavio no vio al psíquico que los había ayudado, y se volvió hacia todos lados. Junto a él descubrió a la  misteriosa chica oriental, y se sobresaltó. No la había oído llegar.

Ella lo miró y le sonrió, y Octavio sintió que se le aceleraba el corazón sin saber por qué. Sintió que la conocía, que había algo en ella que le resultaba familiar, a pesar de que no la había visto nunca.

—No me has visto nunca antes —dijo ella, leyéndole el pensamiento—, pero no será esta la última vez que nos encontremos.

—¿Eres de Argos? —acertó a preguntar Octavio; enseguida se sintió estúpido: debía haberle preguntado su nombre.

—No. Somos los Hijos del Sol Negro. Y estaremos cerca, Octavio. Muy cerca. Porque sabemos quién eres y lo que eres, aunque tú no lo sepas.

Octavio fue a responder, sorprendido, cuando un grito de Pat lo distrajo. Se volvió hacia sus amigos y vio a la niña sacudiendo a Borja, completamente histérica.

—¡No me digas que se va a morir, Borja! —chillaba—. ¡No puede morirse!, ¿me oyes? ¡Es mi hermana, no puede morirse!

Borja no contestó. Estaba pálido, con el rostro completamente demudado y los ojos abiertos como platos, fijos en algo que parecía haber junto al hombro derecho de Cris y que, por lo visto, sólo él podía ver.

A Octavio se le heló la sangre en las venas. Corrió junto a sus amigos y se arrodilló junto a Cris.

—¿Qué pasa? —preguntó, temblando.

Pat sollozaba, histérica. Dani lo miró, con los ojos llenos de lágrimas. Octavio se estremeció. Jamás lo había visto llorar, y así, con las cejas chamuscadas y el rostro ennegrecido, parecía todavía más desconsolado.

—Tiene la Sombra —susurró.

Pat se dejó caer sobre el suelo, llorando y abrazándose al cuerpo inerte de su hermana. Por fin, Borja alzó la cabeza y las miró a las dos.

—Apartaos —dijo con suavidad.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Octavio, con un hilo de voz.

—Haré lo que pueda. Dejadme sitio, por favor.

Los tres niños se retiraron y dejaron espacio a Borja. El joven miró a Cris, su rostro ennegrecido por el hollín, su cabello castaño sucio y revuelto cayéndole sobre los hombros, y también a él se le llenaron los ojos de lágrimas.

Apartó la mirada del rostro de su novia y alzó las manos sobre ella.

—¿Vas a intentar curarla? —preguntó Dani en voz baja—. ¿Y si la Muerte se enfada?

—Que lo haga —replicó Borja, sombrío, y Octavio sintió como si una mano de hielo le retorciera las tripas. Borja iba a desafiar a la Muerte… igual que en el cuento.

Las manos de Borja recorrieron el cuerpo de Cris sin llegar a tocarlo, deteniéndose sobre sus heridas y sus huesos rotos y haciendo fluir hacia ella su poder curativo.

De pronto, Borja lanzó un grito de dolor y retiró las manos, como si algo le hubiera quemado, o como si hubiera recibido algún tipo de descarga eléctrica. Octavio se encogió sobre sí mismo, asustado. Ni Dani ni Pat se atrevían a respirar.

Pero Borja no se arredró, al contrario. Fue como si aquello lo hubiera hecho enfadar todavía más.

—¡Aléjate de ella! —gritó, furioso, a una presencia que sólo él podía intuir—. ¡Vete! ¿Me oyes? No voy a permitir que te la lleves, ¡así que vete! ¡Vete de aquí!

Volvió a colocar sus manos sobre Cris y continuó el proceso. Y los tres amigos vieron cómo, poco a poco, las heridas de la joven sanaban, sus tejidos se regeneraban y sus mejillas recuperaban algo de color. Cuando, por fin, Cris comenzó a respirar normalmente, Borja se dejó caer junto a ella, pálido y muy débil.

—Lo he… conseguido —musitó, con una sonrisa de triunfo en los labios.

Pat se abrazó a su hermana.

—¡Cris! ¡Cris! ¿Estás bien?

Ella abrió los ojos lentamente, desorientada. Mientras Pat chillaba de alegría, Octavio se acordó de pronto de la misteriosa chica oriental, y miró a su alrededor, buscándola, pero sufrió una pequeña decepción.

Ella ya se había ido.

Se volvió hacia Cris, contento de que hubieran podido salvarla por fin. Pero sus ojos se detuvieron en Borja, que se había dejado caer sobre el suelo, respirando entrecortadamente y con una sonrisa de satisfacción en los labios.

Quizá porque estaba justo junto a él, o quizá porque tenía el oído muy fino, el caso es que Octavio fue el único en escuchar sus últimas palabras:

—Una vida por otra vida… bien, que así sea. Acepto el trato. Llévame contigo…

Y, cuando la vida huyó para siempre de los ojos de Borja, Octavio comprendió que la leyenda había vuelto a cumplirse, una vez más, y que, como en el cuento, otro médico milagroso se había sacrificado por su princesa.

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